Enseñar música sin morir en el intento

La vocación por el magisterio cada día enfrenta más retos. Investigaciones recientes revelan que el gusto por la enseñanza resulta más relevante que; el salario, las condiciones de trabajo, la institución educativa donde labora, la población a la que se sirve o el trabajo administrativo requerido, entre otros. Sin embargo, esa pasión por la docencia necesita herramientas emocionales muy fuertes para luchar cotidianamente contra la opinión generalizada de que el maestro es un profesional de segunda o tercera categoría. En el caso del docente-músico, esta situación se agrava tomando en cuenta que esa percepción aumenta con sus allegados. En relación con este punto, los datos de un estudio hecho en mi país ponen de manifiesto un escaso reconocimiento de la labor docente del maestro de música por parte de la sociedad, la administración escolar, los padres y madres, los compañeros de trabajo y hasta su familia. Por otra parte, ha llegado a mi atención información que apunta a que esta situación se repite en mayor o menor frecuencia en otros lugares de Latinoamérica. A la vista de este vaivén entre reconocimientos y menosprecios hacia la educación musical, el maestro es un agente decisivo para lograr un equilibrio entre posiciones a favor y en contra de la materia de música como experiencia vital para una educación holística y redondeada.  

Si estamos consientes de la situación planteada, podemos girar nuestra atención hacia saberes como la psicología y la sociología como fuentes que nos aporten elementos de juicio suficientemente firmes para insistir en nuestra profesión como fuente de satisfacciones. Como primer paso, me refiero a Froehlich (2007) en su libro Sociology for music teachers: Perspectives for practice, para reafirmar que hay que estar muy seguros de que nuestro campo es interdisciplinario por naturaleza y que cohabitamos inevitablemente con tradiciones musicales y tradiciones sociales que afectan nuestro quehacer. Por un lado, el participar de actividades musicales, la escucha atenta y responder a la música y, por el otro, educar como una obligación social, son los ejes de nuestra gestión. Además, recomienda situarnos como observadores de las características socio-musicales de nuestros alumnos y de la misma forma ser sensibles a los patrones de comportamiento de nuestros entornos, tantos laborales como comunitarios. Sin perder la convicción de que la música que se hace en la escuela es diferente de la que usualmente se escucha afuera de esta.

Llevar a cabo todas estas acciones requiere de una fortaleza emocional o, mejor dicho, cultivar nuestra “inteligencia emocional”. Buitrago (2012), indica que este término fue acuñado por Salovey y Mayer en 1993 como la integración de la expresión emocional, la evaluación verbal y no verbal, la regulación emocional de uno mismo y en los demás, así como la capacidad para solucionar problemas mediante la utilización del material emocional. Este mismo autor plantea que, Las personas con IE [Inteligencia Emocional] poco desarrollada suelen tener inconvenientes de soledad, mientras que aquellas con una IE desarrollada son más creativas, presentan un mejor manejo del fracaso y la frustración, cuentan con un mayor nivel de autoestima y alcanzan mayor equilibrio entre el trabajo, el descanso y la familia. En esa misma tesis se hace alusión a que existen rasgos emocionales relacionados con los sistemas biológicos de la conducta (genotipo) y otros que provienen de patrones institucionalizados e interiorizados para la supervivencia social (sociotipo). Seguramente, la próxima vez que un estudiante le de indicios de que la música no es de su agrado o le insista en preguntar por el tiempo restante para salir de su clase, este conocimiento le puede permitir identificar mejor las razones por las cuales existen diferencias entre su valoración de la música y la de sus alumnos. El desarrollo de esta aptitud mejora la capacidad de entender los sentimientos de las demás personas y reaccionar de manera adecuada a situaciones poco agradables y hasta tensas. Una vez que se asuman estos comportamientos como parte del funcionamiento de estos grupos sociales, la amenaza o la frustración que ronda nuestra tarea magisterial comienza a desvanecerse.